¿Es propio del ser humano concebir la naturaleza como una reserva infinita con la cual uno se puede comportar sin ningún respeto?

El francés Philippe Descola, uno de los antropólogos y filósofos más respetados de su generación, responde a estos interrogantes con un rotundo “no”.

Alumno de Claude Lévi-Strauss en el Collège de France y heredero de su cátedra, Descola, de 57 años, autor de dos libros que han marcado la evolución de la etnografía moderna, está convencido de que los hombres deben dejar de sentirse los reyes de la naturaleza. En su último libro, Par-delà nature et culture (“Más allá de naturaleza y cultura”), Descola demuestra, además, que la transformación de la naturaleza en un objeto explotable no es un hecho universal y tampoco una fatalidad, y que los actuales tropiezos ecológicos –desde las modificaciones climáticas hasta la polución de subsuelos y cursos de agua– son producto de esa cosmovisión.

La base filosófica de esa concepción se remonta a Aristóteles. “Nuestra concepción del hombre reposa en esa distinción, que constituye el zócalo”, afirma Descola.

Después de haber consagrado 30 años al estudio de las llamadas civilizaciones primitivas y después de haber vivido tres años entre los jíbaros del Amazonas, Descola advierte que la costumbre de dividir el universo entre lo cultural y lo natural no corresponde a ninguna expresión espontánea de la experiencia humana. Los pueblos llamados primitivos no individualizan, dentro del cosmos, una eventual humanidad. Para muchos de esos pueblos todo tiene características humanas: animales, plantas, paisajes, piedras y astros reciben el título de personas.

¿Por qué es importante la reflexión de Descola? Porque demuestra que el hombre puede relacionarse de otro modo con la naturaleza. Quizá cambiando de status para dejar de ser objetos al servicio del hombre-rey, plantas y animales obtendrían el derecho a una verdadera consideración.

Philippe Descola, que viajó varias veces a la Argentina invitado a dar clases en la Universidad Nacional de Buenos Aires, recibió a LA NACION en su despacho del Collège de France, en el corazón del Barrio Latino de París.

-En su último libro, usted analiza los principios de construcción de ontologías y cosmologías dentro de las cuales evolucionan las sociedades humanas. ¿Qué es una ontología y qué es una cosmología?

-Una ontología es un sistema de distribución de propiedades. El hombre da una u otra propiedad a este o a aquel “existente”, ya sea un objeto, una planta, un animal o una persona. Una cosmología es el producto de esa distribución de propiedades, una organización del mundo dentro de la cual los “existentes” mantienen cierto tipo de relación.

-Usted distingue cuatro modos de identificación entre el hombre y la naturaleza. Uno es el naturalismo, que domina en el Occidente moderno, y otro el animismo, que estudió en los jíbaros de Ecuador.

-El naturalismo se basa en la idea de que sólo los humanos están dotados de vida interior. Los demás “existentes” -plantas, piedras, animales- están privados de ella. En el plano orgánico, los hombres no tienen nada de singular, ya que están gobernados por las mismas leyes físicas que los no humanos. Cuando conocí a los jíbaros me resultaba imposible entender lo que sucedía. Lo que yo consideraba actividad productiva (la caza, la jardinería, la pesca) para ellos era un acto de sociabilidad. Los jíbaros mantienen relaciones sociales con los animales y las plantas. Tratan a los tucanes, a la mandioca y a las sombras como a personas. El animismo es lo contrario del naturalismo: los no humanos están dotados de la misma vida interior que los humanos y tienen una vida social y cultural.

-¿Cuáles son los otros dos modos de relacionarse con el medio ambiente?

-En el totemismo, los humanos y los no humanos comparten propiedades físicas y morales que los clasifican juntos según diferentes categorías: puede ser el color de la piel, la morfología (ser “redondo” o “anguloso”) u otras características particulares (ser lento o nervioso). Un hombre podrá decir que un canguro es exactamente igual a él basándose en un principio común del cual ambos descenderían (la vivacidad, por ejemplo). El analogismo, por fin, caracteriza un mundo percibido como una infinidad de singularidades, todas diferentes entre sí. Es el ejemplo chino de un mundo compuesto por 10.000 esencias. Ese era el modelo más común en el mundo, sobre todo en Asia, Africa del Oeste y en las sociedades andinas, antes de que se impusiera el naturalismo.

-¿Por qué Occidente pasó del analogismo al naturalismo?

-El analogismo es la idea de que el mundo está constituido por infinitas singularidades. Pero como ese mundo es difícil de pensar y de vivir, fue necesario hallar correlaciones entre todas esas singularidades, por analogía. Para ello existen todo tipo de dispositivos intelectuales o institucionales: la jerarquía, las sociedades sometidas a un orden estricto, el sistema de castas. Ese sistema estaba aún vigente en el Renacimiento.

-¿Cuándo pasaron los occidentales al naturalismo?

-La separación del hombre de la naturaleza se fue haciendo por etapas. La primera se remonta a los antiguos griegos, con la invención de la naturaleza como physis: un objeto de investigación que no está sometido a caprichos divinos, sino a leyes que vuelven previsible la naturaleza. El cristianismo marca la segunda etapa de la trascendencia, que supone, a la vez, la exterioridad con respecto al mundo del Creador y del hombre, puesto que Dios le ha reservado un status especial. La tercera etapa es la revolución científica del siglo XVII: una forma de enmarcar el mundo con invenciones como el microscopio, el telescopio… La naturaleza se volvió entonces autónoma y observable.

-No obstante, el naturalismo de Occidente no es absolutamente puro…

-Así es. No hace falta buscar demasiado para hallar en Occidente bolsas de animismo, de analogismo o de totemismo. La pasión por la astrología es la mejor prueba. La idea de que hay una relación entre un destino individual y el movimiento de un cuerpo celeste es característica. La astrología sólo existe en los sistemas analógicos. En lo que concierne al totemismo, piense en el nacionalismo. Imagine un grupo de personas que nacieron en un determinado lugar: esa gente está tan identificada con los animales, las plantas y los paisajes de ese sitio que es refractaria a cualquier otra cosa. Eso mismo es el nacionalismo en sus formas más extremas, como el que prevalece en la ex Yugoslavia o en Palestina. Por eso es tan complicado cuando dos pueblos reclaman la misma tierra.

-¿Su crítica a la separación obsesiva practicada por el hombre moderno entre naturaleza y cultura quiere decir que el antropólogo más célebre de Francia es un animista?

-No soy un animista, porque vivo en una sociedad hiperdesarrollada y participo de ella. Tampoco tengo fobia a la tecnología. Pero estoy convencido de que se rompió el equilibrio mediante la utilización desenfrenada del medio ambiente. Se suele decir que la forma en que se trata a los humanos es un indicador de la forma en que se mira la naturaleza, que nuestras instituciones son el reflejo de la idea que uno tiene de ella. Creo que lo que hacemos con la naturaleza es también un buen indicador de nuestra forma de tratar a los seres humanos y que una actitud depredadora de los recursos naturales tiene como corolario una utilización inhumana de los hombres. No fue una casualidad si la segunda expansión colonial se produjo en plena revolución industrial: las poblaciones colonizadas, relegadas al rango de recurso natural, tenían derecho al mismo trato que el carbón de las minas.

-¿Qué aspecto del animismo de los jíbaros podría ser útil a los occidentales de nuestra época?

-Negociar tratados sobre la protección de la biosfera o legislar sobre la clonación humana o el maíz transgénico son formas de admitir que nuestra concepción de la naturaleza ha quedado superada. Esa percepción permitió la revolución científica, al aislar de la acción humana una serie de fenómenos independientes que estaban sometidos a leyes propias. Sin embargo, la actual posibilidad de crear seres vivos por vías no naturales o la necesidad imperiosa de proteger ciertas especies, ecosistemas o la misma biosfera prueban que la naturaleza existe cada vez menos como territorio autónomo. El status de las entidades con que poblamos la naturaleza está condicionado por nuestras interacciones con esas entidades y por los dispositivos jurídicos y técnicos que rigen su existencia. Gracias al aumento de las preocupaciones ecológicas, hoy admitimos que las plantas, los animales, los genes, los desiertos, las corrientes marinas o la química de la atmósfera no existen en un universo aparte, yuxtapuesto al nuestro.

-¿Eso quiere decir que nuestra evolución nos estaría aproximando a las culturas no occidentales?

-Esas culturas nos resultan cada vez menos exóticas. El naturalismo engendró una división impermeable entre ciencias de la naturaleza y de la cultura. Unas se consagran exclusivamente a los organismos, los agujeros negros o los campos magnéticos; las otras, al estudio de las costumbres, las instituciones o las lenguas. La división fue eficaz, pues permitió a Occidente alcanzar un fantástico progreso del conocimiento. Pero también nos condujo a estudiar a los pueblos no modernos con la lupa de nuestras propias categorías dualistas, cuando la mayoría de ellos no hace una distinción precisa entre naturaleza y cultura. Desde que comenzó a existir, hace un siglo, la antropología se pregunta por qué diablos ciertos pueblos atribuyen a los animales propiedades culturales que nosotros sólo reservamos a los humanos. ¿Por qué creen que los animales tienen una vida social como la nuestra, preceptos éticos o un alma? La respuesta es que mientras nosotros creemos que la posesión del lenguaje distingue radicalmente a los hombres del resto de los organismos, esos pueblos establecen continuidades.

-¿Por ejemplo?

-La primera es que lo que percibimos de los animales responde a una ilusión de los sentidos: plumas, pelos, escamas esconden una interioridad cognitiva, afectiva y social idéntica a la nuestra. La segunda idea es que los seres se definen menos por sus propiedades intrínsecas que por las relaciones que mantienen entre sí; es decir, por las posiciones que ocupan en un sistema de interacciones. El cazador amazónico verá en el animal que será su presa a una persona con la cual mantiene un tipo de relación social desde toda la eternidad. Desde esa óptica, se sentirá más identificado con ese animal que con el misionero estadounidense que baja de un avión para explicarle la Biblia. Para un amerindio, tener un cuerpo de hombre no es garantía de humanidad.

-¿Pero cómo funcionan las relaciones sociales entre humanos y no humanos en esas comunidades indígenas?

-Para los jíbaros, la relación entre hombres y animales se parece a la relación entre parientes por alianza: así como tengo obligaciones con mis suegros, de los que recibí una esposa, también las tengo con los animales, que me dan la carne con la que me alimento.

-Para usted, Occidente no se dirige hacia una suerte de animismo. Más bien estaría regresando hacia cierto analogismo.

-Nos dirigimos hacia una forma de analogismo planetario. El hecho de que países como China, la India o Japón, que no tienen cosmologías naturalistas, se hayan convertido en potencias científicas y tecnológicas parece indicar que el naturalismo ha sido un paréntesis y que es muy posible fundar el mundo futuro sobre un modelo analógico universal. El problema será cómo hacer funcionar ese vasto colectivo analógico en forma no coercitiva.

-¿Ese modelo funciona si se resigna la democracia como fue concebida por Occidente en el período naturalista?

-Exacto. ¿Cómo hacer funcionar un sistema que contenga una inmensa masa de seres múltiples si no a través de la coerción política y la disparidad de riquezas? Es el gran desafío al que nos veremos confrontados pronto.

-¿La idea le preocupa?

-Sí, pues tanto el fascismo como el estalinismo fueron proyectos de reforma del naturalismo por modelos de tipo analógico: totalitarismos donde cada uno debía tener su lugar asignado. Hay que seguir de cerca lo que sucede en China y en la India. También creo que la comunidad internacional terminará dándose nuevas reglas de interacción a través de los grandes organismos internacionales. Hay que estar muy atentos a lo que sucede con la Organización Mundial del Comercio (OMC). Creo que la OMC es el único organismo que reflexiona simultáneamente sobre la organización planetaria de los humanos y de los no humanos. Esto será decisivo para el futuro del planeta.

– ¿Usted es optimista?

-Hay que hacer lo posible para instalarnos en ese nuevo sistema analógico conservando las ventajas que hemos heredado del naturalismo: los sistemas de gobierno parlamentario, el desarrollo científico, las libertades individuales, la democracia.

Por Luisa Corradini, para LA NACION